Por Javier Márquez

Foto por José Martin Gonzalez
Una llamada al Amazonas. Desde la ciudad de Leticia, escondida entre la selva amazónica, José Martín Gonzalez, misionero menonita, me responde una llamada que por motivos de la historia ha llegado con la inmediatez de un chasquido de dedos, cuando hace no mucho eran necesarios una fila de automóviles, bestias y botes para llevar o traer cualquier correspondencia.
Leticia es una ciudad que se ha fundado en esta parte del mundo, donde la naturaleza había consagrado que fuese un Estado propio de cuyos beneficios respiraron desde siempre todas las personas de la historia. Es el negocio del Amazonas la fabricación del 20% de todo el oxígeno del mundo. Trabajo voluntario y sin ánimo de ganancias que parece estar cayendo ante el paso firme y atolondrado de los negocios de silletería, mueblería, encendedores y todos los que excusan la tala indiscriminada y monstruosamente extensiva de la selva.
Hoy este Estado único en su naturaleza está repartido por fronteras que le dan una tajada a ochos países distintos; Leticia, una ciudad que lleva ese reconocimiento por fuerza de tinta si la comparamos con otras ciudades aledañas, está ubicada en la zona colombiana de la triple frontera con el Ecuador y Brasil.
Al vernos a través de la pantalla, José Martín lleva puesta una camiseta verde que tiene estampadas las palabras: MISIÓN AMAZONAS. Y me saluda con un claro acento del centro del país, que es el acento de los cantantes de pasillo, un tono de dulce de leche.
-¿Todo bien? ¿Tú qué tal?-
Maté a mi hermano
Sus ojeras saltan a la vista a pesar de la imagen ligeramente pixelada. Es el menor de una familia de once hermanos. Nacido y crecido en un pueblo del centro del país, llamado la Mesa, Cundinamarca, ubicado por la línea de la cordillera de los Andes, que es otra maravilla geográfica.
Su llamado misionero lo empezó hace 14 años, de los cuales lleva 10 que se vino al Amazonas con su esposa Elsy Barragán, y sus hijos Camilo Andrés, Ana María y Stephan Gonzáles Barragán. Los primeros años de servicio pasaron en Cundinamarca, alrededor de la Mesa y las veredas aledañas. En esa época solía encontrarse con muchas personas desmovilizadas de grupos armados, provenientes de todas las corrientes ideológicas, quienes llegaban atraídos por el mensaje misionero que José predicaba en sus pequeñas cruzadas.
Son personas que luchan por reintegrarse a la sociedad, a quienes incluso en las mismas iglesias suelen encontrar puertas cerradas, y que viven con la sombra del dolor y los horrores de la guerra a sus espaldas. Una de esas personas en cierta ocasión le confesó a José Martín: Tuve que matar a mi propio hermano.
¿Quieres aprender a pescar?
Un día, no hace mucho, un niño llamado Brayan, de la comunidad indígena Puerto Alegre en el Perú, se acercó a José Martín y le preguntó ‘Pastor ¿Quiere aprender a pescar?’.
Juntos se subieron en una pequeña canoa con dirección al mítico lago Tauchi. Como el río estaba crecido, se navegaba entre los árboles y sobre un lecho cubierto de flores que caían desde las ramas. Brayan se sentó en la punta de la canoa remando con tal oficio, sin voltear a mirar atrás, esquivando troncos y raíces con la experticia de un navegante veterano, que parecía nacido para navegar la selva. Cuando era preciso giraba hacia izquierda y derecha, hacía soñar con la idea que en su memoria almacenara, grabado quizá por los recuerdos de sus antepasados, el camino correcto para llegar al lago.
José Martín, disfrutando la navegación, no dejaba a un lado el asombro por aquella demostración en medio de la selva del sentido de la dirección. Cuando llegaron al lago Tauchi, vio José Martín cómo se abrían los árboles y bordeaban el lago como una hilera de libros que lo protegían de todo el resto del mundo. El color del agua era de media noche, profundo y denso como la mirada de los indígenas, y permanecía en una calma imperiosa y solemne que sin embargo podía despertar el terror en las zonas más tranquilas del alma humana.
Juntos se bajaron y comenzaron a pescar. Al comienzo José Martín no quiso, debido a la presencia de pirañas en el agua, pero obedeció a la tranquilidad del joven Brayan. No pescó nada, mientras que el niño cogió varios peces nadando como lo harían las algas si tuvieran cuerpos cuadrúpedos y sosteniendo una flecha en sus manos. Pasó la tarde y emprendieron el viaje de vuelta.
El camino fue parecido al de la mañana, Brayan llevaba la canoa con una precisión asombrosa y una memoria difícil de explicar; reconocía cada detalle que marcaba el camino, un árbol de mandarinas que podía fácilmente llevar 500 años creciendo en ese sitio, una raíz con forma de jaguar, el nido de una familia de guacamayas, la ventana de luz que había entre las copas de aquellos árboles que su abuela pudo haber usado para curar a los enfermos. En ese camino, súbitamente, al dar un giro, la canoa avanzó sin posibilidad de corrección hacia una rama que había cedido al peso de las lluvias.
Teniendo el choque inminente, Brayan se botó sobre la canoa pero Martín no contó con la misma velocidad de reacción y fue derribado al agua, volteando la canoa con su propio peso y con todo y la pesca de la tarde.
Medio aturdido por el golpe y viéndose repentinamente hundido en esas aguas, José Martín empezó un pataleo de bebé en tina, invadido por el desespero de la muerte. El agua era oscura, pero sabía solo Dios si justo en ese lugar del Amazonas descansaba una familia de caimanes o tomaba la siesta de las cinco una gigantesca anaconda soñando con comer cachaco. Mientras José Martín movía los pies y las manos como aspa de licuadora, Brayan volteo la canoa con el metodismo que se emplea para resolver cualquier accidente doméstico y con su flecha empezó a recoger parsimoniosamente todos los pescados que flotaban a los pocos metros de la canoa.
-Pastor cálmese- Brayan habló- que alcanza a pisar-
“Entonces es increíble como en el rostro de un niño está la imagen de Dios. Yo no aprendo de Él y de su llamado en el Seminario, yo lo aprendo en la selva” explicó José Martín, narrando aquella anécdota.

Foto por José Martin Gonzalez
Misión reino de Dios
El trabajo de la misión Reino de Dios, donde sirven José y su familia, tiene diferentes proyectos y todos están enfocados en las comunidades indígenas. Algo que hacen es apoyar con los ingresos a los pastores de la zona. Tienen también un proyecto para asistir con agua limpia y consumible a las comunidades que sufren con la contaminación del agua que por siglos sus familias habían tomado sin mayor inconveniente. Además de que se organizan para recibir equipos de voluntarios nacionales e internacionales que vienen la mayoría de veces, cuando no creen que es una visita de turismo o de trabajo fotográfico, con todo el ánimo de aprender y servir.
Se repite la historia
Una ciudad tan separada de las grandes urbes y centros de poder como lo es Leticia, sufrió de desabastecimiento en medio de las semanas más urgentes de la pandemia mundial, así como de poca asistencia sanitaria por parte de las autoridades nacionales. Haciendo la suma de la histórica corrupción, nos podemos imaginar el drama de contagio apresurado, cuando los números simplemente no se detenían. Números alarmantes, la ciudad sufría el triple, porque tenían que lidiar con los contagios de Ecuador y Brasil cuando estos eran la punta de la región. Las fronteras vitales para la comercialización de estas comunidades se cerraron y el hambre empezó a conducir su carrera lenta y agobiante.
En eso también trató de ayudar la misión, que recibió donaciones y por medio de sus proyectos productivos pudieron llevar algunos alimentos de primera necesidad, ropa y suplementos sanitarios a muchos hogares.
Con respecto a las comunidades indígenas, estas simplemente se refugiaron y enfrentaron la enfermedad como vienen enfrentando este tipo de arremetidas del mundo por siglos, como han enfrentado el dengue y la malaria, en comunidad y encontrando en las plantas la manera de salvar sus vidas. No hay que olvidar que el 20% de los medicamentos son hechos a base de las plantas que se encuentran en el Amazonas. A pesar de esto, tristemente algunos abuelos murieron y fueron enterrados por sus familias.
El trabajo de José Martín y Elsy Barragán se reparte además de Leticia en cuatro comunidades indígenas: Zaragoza y Macedonia, que son comunidades Tikunas y mestizas en Colombia; Puerto Alegre y Santa Rosa Icaña, también comunidades de indígenas Tikunas y mestizos en el Perú.
Se viene a aprender
“Uno trabaja con ellos, no por ellos. Uno viene es a aprender, no a imponer”. Dice José Martín.
Allá las comunidades indígenas han encontrado una manera de compartir las creencias ancestrales a la vez que van conociendo del mensaje de Jesús. Muchos mezclan las creencias como si se tratara de sembrar un nuevo árbol en lo profundo e inmenso de la selva amazónica. Creen en los espíritus de la tierra, del fuego, del jaguar, del agua, y muchos otros. No siempre es fácil compartir con culturas tan diferentes pero sin embargo José y su familia las respetan y se dedican a aprender sin dejar sus esfuerzos por enseñar el evangelio de Jesús.
“A veces encuentras cosas muy negativas como en todas partes. En medio de todo, aquí hay trata de niñas, corrupción y violencia, es difícil, pero es más lo bello y digno que lo malo”, José Martín valora esa capacidad paciente de los indígenas y cómo detrás de ese rostro aparentemente inexpresivo ha empezado a reconocer que el indígena es un tipo de persona sumamente observadora, tranquila, analítica, que no traga entero, puntuales con sus consejos. Sienten que sus vidas están en el centro de su llamado y que allí siempre van a encontrar la dirección correcta.