por Javier Márquez
Cuando crucé la esquina de la calle empedrada, pude ver cómo el avión de papel hizo dos giros en el aire y luego se precipitó hacia el suelo. Ena, estaba en el borde de la piedra sonriendo y apenas el avión aterrizó cerca de mis pies, corrió escalones abajo para recogerlo y volvió a escalar hasta el lugar asignado para los despegues.
Yo estaba por segunda vez en Atánquez, el pueblo al que se llega subiendo la Sierra Nevada de Santa Marta, en Colombia, luego de atravesar un sin número de veredas y pueblos de música vallenateros y de ingresar a la Reserva indígena. Estaba allí por deber, luego de pasar doce días en Uribia y las ardientes rancherías de la Alta Guajira, en los que ayudé en la capacitación de maestros indígenas para la aplicación de una especial metodología de alfabetización, lugar mismo donde dormí durante las noches en chinchorros al aire libre y en el día me rosticé las pestañas por el calor.
Atánquez era un lugar distinto a pesar de que el calor continuaba, pero ya no con la misma intensidad, y sin sentirse en el desierto sino entre las cadenas montañosas de lo que se conoce como el corazón del mundo, por donde además del calor corre, la brisa y los palos de comida que están sembrados por todas partes.
La escuela
Por motivos de seguridad tendré que restringirme en decir nombres reales y dar detalles que expongan a los verdaderos protagonistas de esta corta narración.
Con todo lo que viví en apenas dos días y dos noches me sería suficiente para escribir una crónica de varias entregas; sin embargo, contaré apenas algunos episodios que creo que motivarán a los lectores de este medio. Solo que ¿De qué manera? No podría señalarlo con total acierto, podría decir que les inspiraría, pero me equivoco porque no tendría en cuenta a ustedes que también pueden leer esto y tomarlo como todo un desafío o una errata de la fe. Por lo tanto, apenas puedo afirmar que los motivará, ya sea a admirar o a despreciar; los invito a que vaya cada quien a su sitio más cómodo; aunque siendo franco, cualquiera de las dos formas es al final un éxito para las pretensiones más honestas de un escritor.
Al entrar a la Casa Indígena, como mis dos amigos Santiago y Ernesto llamaron a su escuela, lo primero que ves es que la escuela no es una escuela ordinaria. Sí, pasas la puerta y hay una biblioteca pequeña, unos tableros y dos escritorios. Pero, aparte de eso, la escuela no se distingue en nada más a una casa corriente. Tiene sus muebles viejos, su pasillo que dirige a una cocina típica del campo colombiano y, entre el pasillo, puertas repartidas de lado a lado en donde están las habitaciones con camas y un baño. Atrás queda un patio grande, con palos de algodón y de yuca, un chinchorro y dos gallinas criollas, un gallo, dos pavos y un gato viejo.
Este es el hogar diario de Santiago y su familia, Ena es una de sus hijas; pero, también, es la escuela donde se reúnen con Ernesto y un grupo aproximado de 20 indígenas con el fin de aprender a escribir en su lengua nativa.
La conversación de la mañana
No podría narrar esto sin contar una conversación que tuve con Santiago en la mañana del segundo día frente a la olla que teníamos sobre la leña. Es importante expresarlo de esta forma porque en su cultura la conversación, o sea la palabra, es uno de los quehaceres de la vida, no solo más importante, como quizá para todos, sino más sagrado. Mis palabras serán lo más cortas pero tratando de perder lo menos posible lo dicho.
Santiago: Javier, es que estoy buscando una conversación con el Mamo para que podamos encontrarnos y conocernos realmente.
Javier: Y, ¿por qué no lo has hecho?
Santiago: Esto no es como lo hacen ustedes de que agendan una cita y llegan con un tema asignado. Y si le hablo al indígena también desde una perspectiva académica de temas tan sensibles, incluso para nosotros, esto puede ser un insulto. En mi cultura se requiere tiempo.
Javier: ¿O sea que debes seguir esperando?
Santiago: No es esperar y ya. Con el Mamo hemos hablado mucho, pero para que podamos tocar este tema y yo logre hablarle realmente quienes somos, debe ser una plática que surja desde los corazones, y esa plática ni él ni yo la podemos agendar, eso solo surge en el momento que está destinado a surgir, cuando los corazones estén dispuestos a crear realmente un puente.
Javier: Ya veo. Pero él al final sabe que eres cristiano.
Santiago: Sí, y eso me genera problemas en mi comunidad porque dicen que ya no vivo como la tradición. Y, por otro lado, en la iglesia también me ven como un cristiano tibio porque guardo algunas de mis tradiciones culturales como indígena de la Sierra. Esto no me deja trabajar o, si no, tengo que aceptar condiciones injustas con la familia indígena y, por otro lado, la iglesia no se interesa nada en este problema y parece que su misión no es Dios sino convertir al indígena en un no indígena más, un blanco.
Javier: ¿Por qué te volviste cristiano?
Santiago: Mi entender fue bendecir a mi comunidad con otra visión diferente a la tradicional, para sumar, pero en ningún momento perder mi identidad indígena. Cuando conoces la palabra de Dios encuentras cosas muy valiosas, pero también te enfrentas con la exclusión de tu comunidad y el poco interés de la iglesia en ti y en tu familia, menos en la comunidad; empiezas a notar claramente la visión colonial de ese tipo de evangelio.
Javier: … (realmente tuve muy poco por decir en esta charla, preferí oír con atención).
Santiago: La iglesia simplemente tacha como hereje o de brujería cualquier práctica indígena, cualquier ceremonia, cualquier sabiduría que no sea directamente de la Biblia y para el indígena todo lo cristiano es simplemente malo. Yo quiero hacer un puente, de alguna forma esto ha intentado ser la Casa Indígena, pero para eso tenemos que charlar desde el corazón.
La conversación de la noche
La noche anterior conversé con Ernesto en la misma piedra desde donde Ena hacía volar su avión de papel.
Ernesto: Ya decidí no aceptar ningún trabajo en el que no me paguen. Javier, ¿tú qué opinas? Yo inicié esto hace más de diez años. Comencé por esas montañas —y señaló con su dedo la fila de montañas que estaba en el horizonte a kilómetros y desde donde llegaba una luz flaquita y temblorosa en medio de la noche—. Allá fui porque estaba estudiando en Bogotá, pero debía volver a la Sierra y no tenía para los pasajes, así que le ofrecí a una lingüista que yo repartiría sus libros por esos pueblos a cambio del pasaje a mi casa. Entonces desde allí comencé a interesarme en mi lengua indígena y a preocuparme porque mi pueblo estaba perdiendo la costumbre de hablarla. Pero ya han pasado muchos años, hemos trabajado en muchos esfuerzos para la escritura de nuestra lengua, pero es un trabajo poco reconocido.
Javier: Sin embargo, tú terminaste tus estudios en Bogotá, ¿cierto?
Ernesto: Sí, yo volví y justo fue ahí donde conocí a los anabautistas y me volví miembro de la iglesia Hermandad en Cristo. La Casa Indígena no solo es un proyecto para fortalecer nuestra lengua, también es una forma de predicar el Reino de Dios, pero desde una reflexión diferente del rol de la iglesia. Para nosotros el llamado es vivir en comunidad y hacer esfuerzos reales por la comunidad.
» Solo que aquí debemos tener mucho cuidado con decir que somos cristianos, porque si llegan a ver una Biblia o a creer que estamos predicando simplemente, nuestra comunidad indígena nos cierra la puerta. Y es que aquí no se confía en el cristiano, porque igual al político, sabemos que vienen con doble agenda y no quieren ser trasparentes: llegan con campañas de salud, por dar un ejemplo, pero realmente quieren es plantar iglesia.
» Sin embargo, nosotros no entendemos el Reino de Dios como la iglesia tradicional, sino como el motivo de trabajar por el mejoramiento de la vida integral de todos y también de la comunidad, de ahí a que las personas que trabajan con nosotros se vuelvan cristianos o no, eso no es lo más vital ni determina el éxito de nuestra misión, porque nosotros estamos además promoviendo el trabajo y las relaciones interculturales e interreligiosas.
(…)
Estas fueron apenas algunas palabras rescatadas en estas conversaciones. Ya estoy en Bogotá y muchas ideas no dejan de rondarme la cabeza. Recuerdo además que me explicaron que la Sierra es conocida como el Corazón del mundo porque en ella nace la sabiduría.