Esta es la segunda parte de la serie biográfica: “Samuel el Guatemalteco,” Vida y circunstancias del Pastor Samuel Moran.
Por Javier Márquez
Cruza como un meteorito la pelota impulsada por el zapatazo del portero contrario y aterriza a la altura de los tres cuartos del área rival, entonces es recibida con otro despeje por el central contrario, la pelota baila en el aire, cae con una parábola simple al costado derecho de la cancha, allí es lograda interceptar por el lateral, transporta, amaga, pero tres jugadores contrarios le cierran el paso e intentan robar la pelota, de modo que el jugador se da vuelta, busca a un hombre libre y pasa la bola, la bola es recibida y en seguida pasada al otro jugador; esta vez se juega desde el costado izquierdo de la cancha, sentido del equipo de Samuel Morán, quien es el que justamente recibe la pelota, van cuatro toques, la pelota se desliza rápido sobre una cancha con poca grama y mucha tierra, a su rápido paso de búfalo, Samuel va dejando una estera de polvo que impide a sus compañeros y a sus adversarios mirar con claridad sus movimientos, hace mucho calor, se han jugado treinta minutos de mucho vértigo, el marcador va un gol para cada bando.
Se le aferra a la manga de la camiseta
Samuel muestra la pelota, la esconde, engaña que viene para aquí pero va para allá, Samuel escucha gritos desde afuera y adentro de la cancha, sus compañeros le gritan que toque el balón, desesperados, lo perderás, dicen, los adversarios gritan que lo atrapen, la va a perder, dicen…, pero Samuel está confiado, es un carrilero profesional por esa banda, así que cuando logra alcanzar el borde del área se anticipa a lo que pasará, el lateral derecho del equipo contrario junto al central lo cierran, primero sale uno, se barre con los taches al cielo, Samuel lo veía venir y engancha hacia adentro, luego sale el otro, éste es más difícil porque se le aferra a la manga de la camiseta, pero Samuel le pone el cuerpo y lo deja atrás, maniobra de matador experimentado, y cuando se ve con aire limpio entre él y la portería a quince metros, no piensa mucho, acomoda la pelota, perfila el cuerpo, dispara, empeine derecho, una nube de polvo detrás de él, la pelota hace una parábola en pleno aire y se mete en la escuadra.
Dona Trinita Trabajando y Samuel Jugando Futbol
Durante esos años Doña Trinita trabajaba mucho, ahora ella sostenía su casa, y por eso el niño Samuel Morán podía librarse sus escapaditas de la vigilancia impenetrable que ejercía su madre. Era muy exigente, no permitía malas notas ni malas actitudes, tampoco dejaba que tuviera amigos, “que la calle no es para ustedes, que el futbol es para desocupados, que su lugar es aquí en la casa.”
Pero cuando Doña Trinita tenía jornadas largas de trabajo, para Samuel y sus hermanos, se abría una ventana de oportunidad para salir al mundo. Así fue como hicieron amigos, en su bario Samuel logró escuchar la música de moda, pudo aprender los chistes de la jerga y tomar el sol, en la ciudad capital de Guatemala.
El futbol y la música fueron sus primeras aproximaciones a la vida por fuera del mundo estrecho de su hogar. Cerca de la iglesia católica estaban las dos canchas de futbol donde se realizaban los torneos y donde Samuel probó su talento enviando pelotas a la red. En tan solo dos años consiguió ser el máximo goleador de su equipo de la Colonia y del campeonato. Amiguero, escapadizo, siempre bajo el sol caliente de Guatemala, Samuel vivía sus tardes luego de la escuela en la cancha y en la esquina de su cuadra.
Una buena paliza por Doña Trinita
Mario López era el amigo que compartía con él ese placer de jugar con el calor del rejo en el trasero, sólo era necesaria alguna eventualidad extraordinaria, cualquier extrañeza en la agenda, el mínimo sismo en el itinerario de la mamá de Samuel, para que juntos se ganaran una buena paliza. Medían muy bien el tiempo, el juego debía ganarse en los 90, nada de tiempos suplementarios…, o sino mamita las que les esperaba.
Ese grupito de amigos en la Colonia era de niños arriesgados a probar lo que fuera, medían las cuadras como amos y señores de la jugarreta; en una esquina se paraban vestidos de pantalón de campana y jugaban a los naipes, montaban a la bici, tocaban la guitarra, en fin, se hacían al ambiente. Una vez, en esas cosas de jóvenes, caminando en el lugar, encontraron una perturbación del suelo que había abierto una grieta y en ella se veía un hueco invadido por la poderosa oscuridad de lo que no se alcanza a ver, A QUE USTED NO TIENE LAS AGALLAS PARA SALTARLO, dijo uno de sus amigos a Mario, Mario no dijo nada, pero aunque no fuera para él, Samuel se tomaba todos los retos como si sí lo fueran, no soportaba que nadie se aminorara ante los desafíos, así que éste dejó caer la mochila de la espalda, apartó a todos con las dos manos abriendo el camino para su corrida de impulso y justo antes de dar el brinco una mano adulta lo agarró del cuello de la camisa. ¡Niño pendejo!
Samuel Morán, ya un adulto, cuando los años le han llenado al tope los barriles de la adrenalina requerida para vivir y le han reparado el termómetro del peligro, que viene con defectos de fábrica en los primeros años de vida, siente el escalofrío de la muerte cuando cuenta esta historia. Lo dice con mucha precisión y con total certeza, porque con los años va a aprender a reconocer esta presencia del fin de todo, el rastro de la muerte. Él siente que desde entonces Dios lo estuvo cuidando. Si ese día, en ese preciso instante y lugar, un adulto no estuviera merodeando, el niño pendejo se habría desbocado en un hoyo imposible de saltar y habría sido tragado por esa oscuridad sin piso.
El gran día y la joven que lo invitó a seguirla
Doña Trinidad era inclemente, pero también había inculcado en sus hijos la disciplina de la espiritualidad. Por eso Samuel siempre tuvo ese órgano de la existencia despierto, esa necesidad de saber más sobre Dios, de comprender su propia existencia. Eran católicos, personas de rezo y penitencia. Samuel era muy consciente sobre la presencia de Dios en su vida. Su hermana mayor era catequista, y él era monaguillo, pero renunció temprano a la vida de cura debido a la certeza en su corazón de la necesidad de una mujer para vivir contento. No obstante, le placía ir a la misa, hacer las lecturas epistolares, ser devoto en todos los términos permitidos por su corazón.
Sólo que “Mario con Mario”, Su amigo era el evangélico del grupo. Mario en cierta ocasión le compartió la lectura de la biblia a Samuel y él, buen católico, lo debatió cuando Mario le increpaba sobre algunas prácticas católicas no permitidas en la Biblia como son adorar a las estatuas. En otro momento Samuel lo encontró leyendo la Biblia y Mario le mostró lo escrito en Eclesiastés 2:1 donde dice que el joven debe dedicarle su juventud a Dios. Todo eso iba marcando a Samuel.
Un día, cuando Samuel estaba en la esquina con sus amigos, paso una joven y ellos comenzaron a chiflarle, le preguntaban para dónde iba, que si la acompañaban, y ella sorpresivamente les respondió: “Sí, vengan conmigo”. Como no esperaban la invitación, que era un reto a la vez, Samuel se ofreció a acompañarla. Ella iba para la iglesia. Luego del servicio lo invitaron para que regresara el siguiente domingo, Samuel fue, ese día le presentaron el plan de Salvación, los hicieron entre la joven, Jorge Martínez y el pastor. Samuel recuerda que luego de aceptar a Jesús en su corazón vio la visión de Cristo crucificado y rompió en llanto, pero sus lágrimas eran de alegría.
Ese fue el gran día de su vida.
(En la siguiente publicación de MenoTicias continuará esta interesante historia de Samuel).