Por Adriana Celis
Soy Adriana y esta es mi historia. Era un domingo lluvioso, plomizo y muy frío. Un domingo muy capitalino. Para ese entonces yo vivía en Bogotá, Colombia a mediados del año 2019. Me encontraba en la residencia de unas amigas preparando un ensayo sobre economía del conocimiento que debía presentar como parte de una “lecture” en la universidad. El día transcurrió sereno sin mayor novedad entre risas, comidas y mucho análisis jurídico, el típico domingo de un estudiante de derecho.
Al finalizar la tarde nos despedimos y solicitamos el servicio de taxi para que nos llevará a nuestras respectivas residencias. Fui afortunada de que el servicio no demoró como de costumbre. Llegué a casa, pero decidí no entrar para dejar algunas cosas personales, como mi laptop y algunos libros que cargaba conmigo. Lo hice con la excusa de ganar tiempo y aprovechar que aún la hora dorada estaba sobre la ciudad capitalina.
Lo cierto es que continúe mi camino para comprar pan y algunos víveres que ya no tenía en la despensa. Por mi mente nunca se me pasó lo que estaba apunto de vivir.
Camino a casa después de haber comprado exitosamente pan recién horneado y los víveres que me hacían falta; tenía en mente una vez estuviera en ella, preparar la cena y hacer un par de llamadas telefónicas que tenía pendientes. Estaba a solo 20 minutos ¿Qué podría pasarme?
El viento en el aire era recio y se sentía el fuerte frío Bogotano. Debía cruzar un par de calles y esperar para que el semáforo cambiara de rojo a verde y me permitiera avanzar pues era la troncal del transporte urbano, Transmilenio.
En un abrir y cerrar de ojos, un hombre en una motocicleta se me acercó. Me saludó y me pidió cordialmente que le orientara en una dirección. Yo me considero una persona amable por naturaleza así que no le vi problema, brindarle una orientación. La típica muchacha de pueblo que nunca malicia nada- (pero en Bogotá esto es un error el cual no se debe cometer) Todo cambió cuando aquel hombre me solicitó que me subiera a su moto porque según él no entendía mis indicaciones.
Recuerdo que me pasaron 1000 pensamientos en un segundo, pensamientos no muy buenos. Tuve miedo, si, lo tuve y mucho, pero trate de guardar la calma y pensar con mente fría, como algunas veces suelo hacerlo. Tuve que fingir el terror que sentí, pero creo que no supe fingir. Recuerdo que las calles de un momento a otro se tornaron solitarias y oscuras. Eran casi las seis de la tarde. Aquel hombre se empezó acercar a mi y me solicitó además que le diera todos mis bienes y me subiera inmediatamente a su motocicleta ya que si no lo hacía sacaría su arma de fuego y me mataría en el instante. Algo me decía que debía correr, el hombre sacó el arma y yo la vi. Me indico ya no con una voz cordial sino agresiva y grosera que debía subirme a su motocicleta y que, si no lo hacía no lo diría más, me mataría.
No lo dude, ni lo pensé, ni un minuto. Decidí correr y no mirar atrás. Si moría, moriría. ¿De dónde había sacado tanto valor? ¿De dónde salió tanta fuerza? Creo que fue Dios quien me incomodaba mediante su Espíritu Santo. Me impulsó a correr. Él me ayudó pues no tambaleé, ni una sola vez. Esa decisión tan simple, me salvó, salvo mi integridad y mi vida. Recuerdo que corrí con todas mis fuerzas y llegué a un lugar seguro. Desde donde aquel hombre no podía llegar a mi.
Hoy recuerdo esa situación y me asombro de cuán valiente fui. Creo que en la vida hay que tomar decisiones que, aunque parezcan de mucho riesgo, ellas nos pueden salvar la vida, nos pueden llevar a otro lugar a un lugar de refugio.
Como dice la canción “Mi Salvador” de Mosaic MSC
“No hay miedo que resista tu amor. A ti correré no hay otro lugar donde quiera estar, eres mi refugio. Oh Jesús mi salvador. Me rindo a ti, todo te doy, tu vida diste para mi”
Definitivamente yo soy testigo de un milagro. Un milagro que no puedo explicar con mi mente racional o típicamente intelectual de un abogado. Solo puedo sentirlo con mi espíritu reconociendo que Dios es Dios y Él tuvo misericordia de mí. Que fue el poder del cielo que me salvó.
Sí, vi un milagro, casi muero, pero no morí. Agradecida estoy por ello cada día de mi vida. Él me rescató a través de su fuerza. Fue por su amor, y su dulzura que me dio gracia y valentía para correr y no mirar atrás. Sí, vi un milagro y mi vida no fue igual. Como Job yo puedo decir “De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos. Job 42: 3-6