por Carlos Martínez
«En una palabra, la educación es ante todo transmisión de algo y solo se transmite aquello que quien ha de transmitirlo considera digno de ser conservado».
Fernando Savater
En esta segunda parte, el profesor Carlos explora las nuevas enseñanzas en las primeras comunidades cristianas que no estuvieron exentas de resistencia. Las actitudes de quienes buscaron mediatizar el mensaje libertario de Jesús se encontraron con una claridad doctrinal que les exhortaba a no traicionar el Evangelio. Un estudio minucioso de la composición social, económica, étnica y de género en la Iglesia de Corinto demuestra sin lugar a dudas que en las asambleas se encarnó el principio de igualdad de todos los creyentes. Esa igualdad fue la que defendió Pablo y, por eso, entre otras cosas, les escribió exhortaciones a los corintios para que guardaran la unidad entre ellos. El apóstol reconoce la diversidad de la comunidad corintia, sin embargo, esa disparidad socioeconómica, educativa y política existente entre los hermanos para nada debe anteponerse al espíritu liberador de Cristo (1 Co. 12:12-13).
Los nuevos valores, a los que hemos hecho referencia, propios de la Iglesia, además de su misión y las formas de llevarla al cabo, tienen que seguirse reproduciendo en la enseñanza que se imparte en las congregaciones locales. Pero cuando decimos esto, tenemos en mente un concepto de congregación que rebasa los límites del templo, porque la Iglesia es más, pero mucho más, que el templo, aunque a menudo en la jerga evangélica este ha sustituido a aquella. La Iglesia está, o debiera estar, donde se encuentran sus miembros. Internalizar este principio de presencia activa en el mundo es tarea educativa de cada comunidad de creyentes, como también lo es la calidad que debe caracterizar a esa presencia. Esta era una preocupación que encontramos en el Nuevo Testamento. Tal observación la ha hecho Michael Green al escribir que «la enseñanza dada por los cristianos tenía que ver con la nueva vida en Cristo y los imperativos éticos que esta implicaba».
La enseñanza, el proceso de discipulado, estaba conformada por un conjunto de elementos que integraban lo que hoy podríamos llamar un currículum educativo. Un recorrido cuidadoso por el Nuevo Testamento nos muestra que ese núcleo educacional existía y su transmisión a los nuevos creyentes, así como su reiteración a los demás integrantes de la comunidad eran tareas constantes de quienes tenían a su cargo el ministerio de la enseñanza. Green lo resume de la siguiente forma:
«En Colosenses tenemos la siguiente secuencia: “Despojaos de la vieja naturaleza” (3:9), “revestíos de la nueva” (3:10), “someteos” (3:18), “velad y orad” (4:2) y “estad firmes” (4:12). Esta puede parecer una selección arbitraria, hasta que encontramos otro modelo muy parecido en Efesios: “Despojaos” (4:22), “vestíos” (4:24), “someteos” (5:22), “estad firmes” (6:11), “velad y orad” (6:18). La Primera Carta de Pedro comienza con un fuerte énfasis en el nuevo nacimiento (1:23), y sigue con “despojaos” (2:1). “adorad” (2:4-9), “someteos” (2:13, lo cual explica detalladamente hasta 5:9 en lo relacionado con los maridos, las esposas, los ciudadanos y los dirigentes), “velad y orad” (4:7), “resistid” (5:8-9). También Santiago empieza con el nuevo nacimiento (1:18) y sigue con “despojaos” (1:21), “estad sujetos” (4:7), “resistid al diablo” (4:7) y “orad” (5:16). Todos estos pasajes se refieren al amor por los hermanos, el cual se explica detalladamente en Efesios, Colosenses y Santiago. Aunque no podemos estar seguros de los detalles de este “catecismo”, resulta ciertamente significativo que el mismo modelo global se repita en tres escritores tan diferentes como Pablo, Pedro y Santiago. Reúne todas las condiciones para ser un curso de formación valioso en nuestros propios días».[1]
Para una eficaz tarea pedagógica es importante tener en claro el corazón de las verdades que se van a enseñar a los integrantes de la iglesia local. Como el contenido del cuerpo de creencias ya está previamente establecido en la Palabra, entonces lo conducente es conocer en toda su profundidad la Didaché cristiana. Didaché se traduce en el Nuevo Testamento como información, instrucción y doctrina. Por ejemplo, en Marcos 1:22 y 27, cuando se hace referencia a la doctrina de Jesús, el evangelista usa el vocablo que hemos citado. De igual manera, Marcos (11:18) denomina Didaché a la polémica que tiene Jesús con los escribas. Otro evangelista, Mateo (7:28), enmarca el conocido Sermón del Monte bajo el concepto de que lo expuesto por Jesucristo es una doctrina, una Didaché cuyo efecto en la gente es dejarla admirada por la manera de enseñarla. Por su parte, Pablo encarga a Timoteo que su ministerio de exponer y enseñar la Palabra esté de acuerdo con la Didaché (2 Ti. 4:2) aprendida por el discípulo desde su niñez. El encargo del apóstol no deja lugar a dudas, le encomienda a Timoteo que toda su tarea de propagar el Evangelio y pastorear a la comunidad de creyentes esté guiada por lo que enseñan las Escrituras, en lugar de que dichas actividades sean moldeadas por principios ajenos a lo establecido por la sana doctrina (2 Ti. 4:3).
Sin una consistencia doctrinal sólida, los integrantes de una comunidad de seguidores de Jesús son presa fácil de otras cosmovisiones. Esta verdad fue en tiempos neotestamentarios, como lo es hoy en nuestro mundo pluralista, en el que existe una desbordante oferta de bienes simbólicos de salvación; porque de lo que se trata, si de educación cristiana hablamos, es de que «todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento, de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, si no que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es Cristo» (Efesios 4:13-15). Los vacíos que deje la educación de contenidos bíblicos van a ser llenados por otras concepciones, las que gradualmente irán construyendo otros valores en los cristianos, los que, a menudo, son antagónicos a los del Evangelio del Reino.
La Iglesia y su misión educativa tienen como fin primordial la construcción de la Nueva Humanidad. Esta tiene su origen en la obra redentora de Cristo, pero es deber de los creyentes irle dando forma cotidiana y, para ello, es preciso volver al concepto de santificación. Santo no es, como a menudo se cree, alguien que se pasa la vida alejada de la sociedad en una especie de monasticismo que evade los contactos con el mundo. Santa es, en la perspectiva bíblica, una persona que, viviendo en medio de la gente, experimentando las mismas presiones que todos para sucumbir ante la corrupción generalizada, es capaz de ser sal y luz de acuerdo a las enseñanzas del Señor Jesús. Es en este sentido que la santidad no es una ética para el más allá, sino para él más acá, para ser vivida en una realidad compleja, como la de la sociedad en que vivimos.
El apóstol Pablo fue muy preciso en sus cartas sobre el tema de la novedad de vida en Cristo, y el contraste de esta con la antigua identidad del nuevo discípulo de Jesús. Por lo mismo tenemos que en el Nuevo Testamento se consignan neologismos para explicar la nueva realidad que irrumpió en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, el Mesías. Es así que tenemos la noción de un Nuevo Pacto (Kaine Diatheke, 2 Co. 3:6), en contraste con los pactos establecidos por Dios en el Antiguo Testamento. En 1 Corintios 15:45-49 se habla del primer Adán y del postrero. La analogía es una clara referencia al orden de cosas que cada Adán representa para sus descendientes.[2] Uno muerte y otra vida. Así mismo, Pablo no solo escribe sobre la creación de Dios, sino también de la Nueva Creación (Kaine Ktisis). La imagen está relacionada muy de cerca con la figura de la Nueva Humanidad (Kainos Anthropos) de Efesios 2:15; 4:23-24 y Colosenses 3:9-10).
La Nueva Humanidad a la que se refiere Pablo en Efesios 4:17-5:4, por citar un pasaje y ejemplificar con él una enseñanza que está a lo largo de todo el Nuevo Testamento, se caracteriza por despojarse del viejo ser humano (4:22) para, en su lugar, revestirse con los nuevos valores de Dios que se enumeran como armoniosa cascada a partir del versículo 24.
La conversión a Cristo, además de ser una profunda experiencia espiritual, debe involucrar una nueva manera de pensar acerca de nosotros mismos, de nuestras relaciones familiares y de trabajo, del papel que nos toca jugar en la sociedad y la misión de la Iglesia local en que nos congregamos.
Entonces tenemos que el reto para los seguidores de Jesús es muy amplio, nada más y nada menos que el de vivir cada día, externalizando la experiencia interna de ser una nueva criatura (2 Co. 5:17). Y esto en lo emocional, intelectual y social, puesto que al Señor hay que seguirlo con todo el ser (Lc. 10:27). La Iglesia conformada por la Nueva Humanidad recreada en Cristo es él laboratorio del Reino. Aquí es el lugar natural para que otros puedan constatar que la utopía puede irse haciendo realidad.
Hasta aquí nos hemos ocupado del deber educativo de la Iglesia, que es consolidar pedagógicamente a la Nueva Humanidad. Pero no podemos dejar de observar que el ser de las iglesias, su realidad constatable por ya un buen número de estudios sociológicos, con frecuencia refleja que en las congregaciones se ha desencarnado el Evangelio, mediatizándolo con una versión que enfatiza casi exclusivamente las expresiones emocionales como criterio de autenticidad de la experiencia de Dios. Sin duda que el poder del Espíritu se manifiesta de maneras extraordinarias, y es un error academicista minimizar o negar las experiencias espirituales que llevan a miles de latinoamericanos cada día a sumarse, mayormente, a las iglesias pentecostales y neopentecostales. Solo que también es un reduccionismo de toda la riqueza del Evangelio quedarse únicamente con la idea, y práctica, de que en lo emocional se agota el programa redentor de Jesús.
Para finalizar, el profesor ha querido reflexionar en este trabajo, con las limitadas posibilidades que ofrece el espacio de un artículo de revista, sobre el contenido bíblico de tres conceptos (Iglesia, Enseñanza y Nueva Humanidad), respecto de los que la Palabra nos ofrece un riquísimo material, apenas bosquejado en este escrito. Qué y cómo se enseña en la Iglesia, cuál es la misión de los discípulos de Jesús, debiera ser materia de evaluación constante a la luz de la Biblia. Porque como dice un estudioso de temas educativos, Juan Delval, «una reflexión sobre los fines de la educación (la cristiana en nuestro caso, CMG) es una reflexión sobre el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza, sobre las relaciones entre los seres humanos».[3]
[1] Michael Green, La iglesia local, agente de evangelización, Nueva-Creación-William B. Eerdmans, Buenos Aires-Grand Rapids, 1996, pp. 321-322.
[2] Cfr. el comentario de Gordon Fee, Primera epístola a los corintios, Nueva Creación-Eerdmans Publishing Company, 1994, pp. 891-900.
[3] Citado por Fernando Savater, El valor de educar, Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América, México, 1997, p. 49.